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Pérez, Juan Fernando - Las Clasificaciones y lo singular

LAS CLASIFICACIONES Y LO SINGULAR
Juan Fernando Pérez

Dos relatos de un mismo libro de Borges (Otras inquisiciones)1 han dado origen a dos trabajos epistemológicos de resonancias diferentes y de pretensiones distintas, pero ambos cruciales para el pensamiento contemporáneo, Las palabras y las cosas de Michel Foucault 2 y “El ruiseñor de Lacan” de Jacques-Alain Miller.3 En contextos como el que hoy nos reúne,4 ese conjunto así formado es una referencia inestimable. Propondré algunas consideraciones en torno a lo que desde allí construyen Borges, Foucault y Miller.
Otras inquisiciones es una miscelánea que Borges publica en 1952 con relatos suyos divulgados aisladamente años antes, y lo hace en función de dos “tendencias” que, según él mismo, lo determinan: “Una, a estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y maravilloso. Otra, a presuponer (y a verificar) que el número de fábulas o metáforas de que es capaz la imaginación de los hombres es limitado, pero que esas contadas invenciones pueden ser todo para todos, como el Apóstol.”5 Constataremos en los dos relatos que aquí nos interesan, para gran provecho nuestro, que esa inclinación irrefrenable hacia lo singular y lo maravilloso que posee a Borges, se confirma sin vacilaciones; y también, que es cierto que la imaginación de los hombres es limitada, tanto como lo es ese carácter que adquieren ciertas fábulas que cuando son inventadas se convierten en todo “para todos”.
El libro de Foucault, como se sabe, ha marcado profundamente el pensamiento occidental a partir de su aparición en la década del sesenta del siglo XX, y constituye, entre otros puntos, una sólida investigación acerca del problema de la clasificación. Por tanto su invocación aquí resulta algo más que pertinente.
El texto de Miller es una conferencia dictada en Buenos Aires en 1999, donde traza un marco, complejo pero muy preciso, para considerar la relación que existe entre las lógicas que rigen lo que es clasificar y las exigencias que ello impone a una teoría y a una práctica de lo singular. La conferencia de Miller se relaciona con el libro de Foucault (al cual solo cita implícitamente) por cuanto ambos, como queda dicho, se ocupan del problema de la clasificación, además de inspirarse en la misma obra.6
Los relatos de Borges llevan por título, “El idioma analítico de John Wilkins” 7 para el que inspira el libro de Foucault, y el “El ruiseñor de Keats” 8 para el de la conferencia de Miller. Quisiera recordarles algunas ideas de lo que Borges dice en esos dos relatos, con el fin de situar algunos elementos en torno a las clasificaciones y a lo singular.
“El idioma analítico de John Wilkins” cita una inaudita división de los animales que, según Borges, alguien, presuntamente llamado “el doctor Franz Kuhn”, atribuye a “cierta enciclopedia china” y en donde “está escrito que los animales se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper un jarrón, (n) que de lejos parecen moscas.” 9 Quizás, luego de la carcajada, sea conveniente añadir que este relato de Borges contiene también otras proposiciones igualmente sugestivas sobre el tema que nos ocupa, desplegadas asimismo en la búsqueda de hechos que encierren lo “singular y maravilloso” y dispuestas en esa prosa exquisita que se impone Borges.
La invocación de esa distribución de los animales se ha hecho ya clásica (sobre todo a partir de Las palabras y las cosas) cuando se habla del problema de la clasificación. En efecto, lo insólito de esa división, lo repentino de cada clase, el desorden que la rige, la ausencia de un criterio común que permita reconocer las razones de este sorprendente agrupamiento, además del espléndido humor e ironía de Borges, obligan al lector a preguntarse por los fundamentos de toda clasificación, y lo hace de una manera harto más exigente y directa que algunos tediosos compendios de filosofía que hablan de categorías y de coherencias, que tantos textos de metodología de la investigación que pretenden enseñar el orden, o que ciertos manuales donde se clasifican cosas o personas, y en donde se exponen sosas razones para justificarse y modos de ordenamiento no menos absurdos que los de nuestra “enciclopedia china”.
Luego de conocer aquella ordenación “descubierta” por “el doctor Kuhn”, el lector no dejará ya al menos de desnaturalizar alguna distribución de animales que él utiliza, y si se arriesga a ir un poco más allá, no podrá dejar de interrogarse por las lógicas que rigen las clasificaciones que utiliza. Al hacerlo, obtendrá una ganancia cuando se pregunte, por ejemplo, por los fundamentos de alguna repartición de lo mental; y podrá entonces reconocer que lo arbitrario tiene lugar en muchas de aquellas que se nos presentan como genuinos productos del rigor y de la ciencia, y podrá establecer entonces cuán abusivo es encasillar a alguien en ciertas casillas, en la del trastorno X por ejemplo, cuando el empeño que le asiste es esencialmente el de ahorrarse el esfuerzo de pensar lo singular de un sujeto o de una conducta, y decidir así que tal individuo padece de ese cierto mal porque presenta tres items señalados en un manual como definitorios del mismo; o también cuando decide sin vacilaciones que otro es un psicótico porque le halla un rasgo que lo asemeja con psicóticos bien definidos; o cuando decide creer que los homosexuales son todos traidores, porque sabe del resentimiento que les asiste a algunos y además conoce varios que así proceden a menudo. Etc.
Desde luego ni el psicoanálisis, ni la ironía borgesiana, pretenden eliminar las clasificaciones de la vida humana (ambición por lo demás imposible, salvo que aspiremos a hacernos afásicos), y los herederos de Freud y de Lacan seguirán considerando que asuntos como el del diagnóstico (que es ante todo clasificar) constituye una de las razones de ser del trabajo del analista, si bien en ello, cuando éste se halla bien fundado, se encuentra radicalmente alejado de las bases que asisten a los manuales de diagnóstico contemporáneos como el DSM IV, para los cuales clasificar es el medio que justifica la forclusión de la singularidad, hecho que, como es sabido, incide en forma decisiva y lamentable en las prácticas que desde allí se construyen.
Foucault invoca el relato de Borges para introducir su “arqueología del saber” de Occidente, en particular del saber que se produjo entre el siglo XVII y el siglo XIX. En tal período se construye un nuevo ordenamiento de las cosas del mundo lo cual exige nuevos nombres para cada cosa, es decir, nuevas formas de clasificación, lo que se hará equivalente a conseguir un conocimiento inédito del orden de las cosas. La producción en el siglo XVIII de la clasificación de Linneo,10 vendrá a constituir uno de los grandes logros de ese proceso, clasificación que ha de servir de paradigma para definir cómo ordenar la naturaleza, y finalmente cómo ordenar un campo cualquiera del saber. Términos técnicos (los vertebrata, por ejemplo) que tienen largas y complejas denominaciones, también por el empleo del latín como lengua científica, se irán simplificando hasta ingresar en el vocabulario corriente; se podrá hablar entonces de vertebrados, cuadrúpedos, etc. Y con ello se redefinirá la mirada que todos poseemos del mundo. A partir de allí los saberes que aspiren a la categoría de ciencia tendrán como condición explícita el clasificar, en forma lógica y razonada, las cosas que conforman su campo.
Y en esa perspectiva Foucault invoca el relato de Borges. Es un contrapunto a un espíritu que entonces ha legado a la conciencia occidental la creencia de que sus clasificaciones son un acto de nombrar órdenes que finalmente serían evidentes. En este sentido, el relato de Borges se torna en una valiosa pieza cuando se trata de hablar de taxonomías, de nosologías, de clasificaciones y de diagnósticos.
De otra parte, en “El ruiseñor de Keats”, texto rigurosamente examinado por Miller en la conferencia de Buenos Aires, Borges se plantea la difícil pregunta acerca de lo singular y de la clase. Y lo hace evocando la duda del poeta acerca de si el ruiseñor que lo inspiró una mañana de 1819 en el jardín de Hampstead, es el mismo que escuchó Shakespeare y acaso si es el mismo que escuchó Ovidio.11 Es una manera poética de analizar la naturaleza de lo singular y de la clase; también de examinar porqué reconocer la clase no significa siempre olvidar al individuo. Keats de alguna forma lo sabía, hecho que Borges quiere recordarnos.
Y ha de saberse que la pregunta propuesta por Keats opuso a algunos espíritus lúcidos. Ese interrogante se impone hoy cuando la técnica ha generalizado el empeño para hacer cierto el olvido de lo singular, y a partir de allí ha engendrado las condiciones para hacer realidad la homogeneidad de “todos”. Paradójicamente, en apariencia, promueve de esta manera y en forma simultánea el individualismo y la segregación como presuntas soluciones para escapar a la uniformidad, para impedir la ausencia de toda identidad. Porque, insistamos, el imperio de la técnica requiere de la forclusión de lo singular, como bien lo muestra, por ejemplo, todo aquello que inspira la construcción de los DSM, esto es disponer de procedimientos estándar para todos los individuos de cada clase que se defina.
Y Borges, inscrito en interrogantes tales y a propósito del ruiseñor de Keats, evoca cómo Schopenhauer apunta al blanco en la polémica sobre el individuo y la clase, al decir que “el individuo es de algún modo la especie”, y por tanto que es posible decir que el ruiseñor de Keats es también el ruiseñor que ha inspirado a todos con sus gorjeos, sean ellos Ovidio, Shakespeare, o cualquier mortal que lo escuche emocionado.
Pero, si lo singular es de alguna manera la clase, ¿cuándo lo singular es singular y no clase? Es esa justamente la pregunta que inspira la clínica psicoanalítica, y aquella que hace la diferencia de su hacer con relación al de otras clínicas, las cuales, con Schopenhaeur, dicen que “el individuo es de algún modo la especie”.
Miller construye su respuesta a la pregunta indicada en los siguientes términos:
1.- Si Schopenhaeur y quienes como él piensan, tienen razón, la tienen en cuanto al orden animal, en tanto un animal, como individuo, realiza la especie. “Pero el ser hablante, el sujeto, el ser de lenguaje, nunca realiza ninguna clase de manera exhaustiva y solo puede imaginarse confundido con la especie humana cuando se piensa mortal, como Keats en ese ejemplo.”12
2.- Lo “universal de la clase, de cualquier clase, nunca está completamente presente en un individuo. Como individuo real puede ser ejemplo de una clase, pero siempre es ejemplo con una laguna. Este déficit de toda clase universal en un individuo es el rasgo que hace que justamente éste sea sujeto, en tanto que nunca es ejemplar perfecto. De manera tal que después de haber hablado de la clase podemos tomar como perspectiva al sujeto. (…) Es algo que hay que recordar en la clínica cuando utilizamos nuestras categorías y clases –no para descartarlas, sino para manejarlas sabiendo de su carácter pragmático, artificial”.13
3.- “En nuestra práctica (…) apuntamos al punto del sujeto del individuo, y haciendo eso, nos apartamos tanto de la dimensión de la naturaleza como de la dimensión de las operaciones de la ciencia. Introducimos la contingencia, y, con ella, un mundo que no es ni un cosmos ni un universo, que no constituye un todo y que está sujeto a lo que se va a producir, al evento.”14
4.- Basado en Kant, Miller reconoce un punto de naturaleza lógica que define lo que hace que el sujeto sea condición necesaria en el acaecer humano. Es el momento del juicio, de aquella operación que enlaza teoría y práctica, momento entonces lógicamente necesario. En efecto, “es evidente que entre la teoría y la práctica se necesita (…) un intermediario que permita la conexión entre la una y la otra –y esto aunque la teoría sea completa–, porque es siempre preciso, según él [Kant], agregar al concepto, que tiene la regla, un acto de juzgar que permite a los practicantes decidir si el caso entra bajo la regla (o la clase o el universal)”.15 Como se observa, el argumento kantiano es tan sólido como definitivo, y da fundamento al lugar del sujeto como aquel que es condición para el enlace entre teoría y práctica, como dimensión ética de la existencia y como posibilidad de que la relación entre teoría y práctica no sea circular, mera repetición al infinito. En consecuencia, es el lugar específico desde donde la teoría puede enriquecerse, modificarse y ampliarse; es el lugar desde donde la práctica no es simple trámite de un procedimiento preestablecido; es el lugar que hace posible considerar cualquier forma de responsabilidad al hombre. Y ello le permite a Miller decir que el juicio “es un arte”.16
5.- Y si el juicio es un arte, habremos de recordar entonces que una de las artes que se nos impone es la de diagnosticar, que consiste en “utilizar categorías universales en un caso particular (y la cual sin embargo) no es aplicar una regla sino decidir si la regla se aplica, y esta decisión es un acto, no es automatizable. Si uno quiere automatizar esto, es un regreso al infinito.”17 En este sentido ha de saberse el carácter utópico y forclusivo del DSM el que supuestamente prescinde del sujeto con su automatización en las formas de diagnóstico, ocultándose de esta manera a sí mismo el momento lógicamente necesario del juicio en el cual se basa realmente el diagnóstico y la práctica.
Y con Miller, podremos entonces decir que el DSM IV no hará desaparecer, aun si su empeño se generaliza, esta dimensión de “la clínica del juicio”.
Es claro entonces que una clínica que ignore esa dimensión tan específica de lo humano, esto es la singularidad que le es propia a cada miembro de esa especie, una clínica que hace del diagnóstico un acto técnico y no un juicio que, producto de un sujeto, enlaza así teoría y práctica, y por tanto que desconoce que de lo que se trata es ante todo de un acto ético, una clínica que, en consecuencia hace de sus tratamientos actos estándares, es una clínica que la sostendrá solo la necesidad de la época por ignorar al sujeto, no algún fundamento lógico, y aun menos un fundamento ético.


Notas
1 Jorge Luís Borges. Otras inquisiciones . En Prosa Completa (volumen II). Bruguera, Barcelona, 1980. pp. 129-304. Existen otras ediciones de este libro de Borges.
2 Michel Foucault. Las palabras y las cosas. Siglo XXI, México, 1969.
3 Jacques-Alain Miller. “El ruiseñor de Lacan”. En Del Edipo a la sexuación. ICBA/Paidós, Buenos Aires, 2005. pp. 245-265.
4 Esta exposición se propone como marco conceptual para las Jornadas de la NEL Medellín, el 28 y 29 de abril del 2007, convocadas alrededor del tema Un nuevo desafío: del trastorno, según el DSM-IV, al tratamiento del caso único en psicoanálisis .
5 Jorge Luís Borges. “Epílogo”. En Prosa Completa (volumen II), Otras inquisiciones. Bruguera, Barcelona, 1980. p. 304.
6 Que estos dos trabajos tengan una fuente común, permitiría consideraciones diversas acerca de problemas como el de las relaciones entre la ciencia y la literatura. No podremos ocuparnos en este lugar de esta relación, pero conviene no olvidarla dentro de la perspectiva que nos convoca.
7 Jorge Luís Borges. “El idioma analítico de John Wilkins”. En Prosa Completa (volumen II), Otras inquisiciones. Bruguera, Barcelona, 1980. pp. 221-225.
8 Jorge Luís Borges. “El ruiseñor de Keats”. En Prosa Completa (volumen II), Otras inquisiciones. Bruguera, Barcelona, 1980. pp. 234-237. Borges también rindió un bello homenaje al joven poeta muerto a los 26 años, en un poema que llamó “A John Keats (1795-1821)”, editado en su libro El oro de los tigres (1972) uno de cuyos versos dice: “El alto ruiseñor y la urna griega, / Serán tu eternidad, oh fugitivo”.
9 Op. cit. p. 223.
10 Linneo n ació en 1707 al sur de Suecia; su padre, un pastor luterano y fanático jardinero, seguramente le transmitió el interés por las plantas; desde muy pronto emprendió el estudio de éstas y mostró una especial fascinación con sus nombres. Hizo estudios de medicina y llegó a ser el médico personal de la familia real sueca. Inventó una clasificación de las plantas, decisiva para la botánica. Linneo le daba gran significación a la reproducción sexual de las plantas, la cual recientemente había sido redescubierta. La base sexual de su clasificación fue controversial en su tiempo. A partir del sistema de clasificación de Linneo surgen otras formas de clasificación, también de los animales. Fue el primero en usar de manera consistente el sistema binomial (“dos nombres”) para nombrar el mundo vegetal, lo cual otorgó rigor a la comunicación científica. Es considerado el fundador de las formas de taxonomía modernas. Murió en 1778.
11 En varios los pasajes en la obra de Shakespeare se halla la presencia del ruiseñor. En particular aparece como un elemento clave de la trama de Titus Andronicus, en donde aparece la leyenda griega que fue tema de una de las metamorfosis escritas por Ovidio –la metamorfosis de Filomela en un ruiseñor–. Hay también otras referencias al ruiseñor en Noche de Reyes, El rey Lear, Romeo y Julieta y en los Sonetos.
12 J. A. Miller. “El ruiseñor de Lacan”. p. 257.
13 Op. cit. p. 255.
14 Op. cit. p. 258.
15 Op. cit. p. 259.
16 Op. cit. p. 259.
17 Op. cit. p. 259.

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