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LA VUELTA AL MUNDO: LA MUERTE DE MATILDE URBACH por JUAN FRANCISCO FERRÉ

El texto aparece en el blog de JUAN FRANCISCO FERRÉ, escritor y crítico literario, doctor en Filología Hispánica y profesor de la Universidad de Málaga. Para ver el enlace original LA VUELTA AL MUNDO: LA MUERTE DE MATILDE URBACH: Refiere el autor: "Se han dado muchas explicaciones sobre él, o, más bien, ha sido glosado de muy diversos modos". Lectura recomendada.


LA MUERTE DE MATILDE URBACH
Se han dado muchas explicaciones sobre él, o, más bien, ha sido glosado de muy diversos modos. Se trata, sin duda, del dístico más enigmático de la historia de la literatura. El autor del jeroglífico no podía ser otro que Borges. Me refiero al poema Le Regret d´Héraclite, incluido con malicia en el volumen misceláneo El hacedor (sección Museo) y atribuido a un apócrifo vate prusiano, Gaspar Camerarius. El lamento ígneo del presocrático por el fluir del tiempo, lo efímero de la pasión y el goce y la fuga y caducidad de la belleza se completa con esta nota de ironía trágica, o de tragedia irónica, como se prefiera:

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca
Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

Los borgianos epidérmicos (es decir, los borgianos profesionales, esos que exhiben en público su presunta condición de legatarios creativos del maestro sin poseer otro título para ello que un conocimiento superficial de su obra) se han desgarrado y desgastado las neuronas buscando el sentido y la fuente de tal enunciado. Sus hallazgos han sido siempre triviales. O, como diría un discípulo algebraico de Borges, han computado en cero su novedad. Por supuesto que Borges estaría ajustando las cuentas con humor incomparable a una novela menor[1] que considera fallida, como queda claro en su crítica[2], por su premisa de que una explicación inverosímil sea preferible en una narración fantástica a una explicación mágica (no obstante, el oxímoron entre el sustantivo “explicación” y el epíteto “mágica” pareció escapar esta vez a la sutileza habitual de Borges, dando pie sin pretenderlo a los desmanes “seudomágicos” que padecemos hoy en exceso). Y que la anécdota amorosa, algo perversa, de una mujer alemana (la epónima Matilde Urbach) que habría podido amar a cuatro hombres distintos bajo la misma apariencia, creyéndolos el mismo hombre en ocasiones sucesivas, no podía sino fascinar al Borges más travieso y juguetón, a pesar de suponer una alambicada alegoría del impersonal amor a la patria en tiempos de guerra y el cruento sacrificio de cuerpos viriles a ese generoso amor germánico[3]. Pero no menos importante para Borges, como lector decepcionado del artefacto de Cowen, es el uso de la fingida pluralidad de los personajes y la irrisoria reiteración de las circunstancias como excusa para gastar una broma filosófica de alcance certero en contra de las concepciones clásicas del tiempo, la linealidad del arte narrativo y, en suma, de la literatura de ficción como correlato de las versiones más adocenadas de la realidad.

La verdadera originalidad de Le Regret d´Héraclite se cifra, sobre todo, en su postulación de una cesura o hiato entre el yo trascendental y el yo contingente del sujeto tal y como Paul de Man dilucida la cuestión, en su impagable análisis de los mecanismos de la ironía, a partir de la novela Lucinda de Friedrich Schlegel. Si se lee la microficción poética de Borges después de esta reflexión de De Man ya no quedarán dudas sobre el designio del primero en el momento de concebirla. Dice De Man, describiendo la instancia subjetiva de la que procedería todo sustrato irónico del discurso: “el hombre que puede identificarse con todos los yoes y estar por encima de ellos sin ser él mismo nada específico, un yo que es infinitamente elástico, infinitamente móvil, un sujeto infinitamente activo y ágil que está por encima de cualquiera de sus experiencias”. Me consta que De Man no tenía a Borges en la cabeza (mucho menos su culterana broma lírica) mientras elucidaba estos argumentos sobre Schlegel, sino, más bien, a Baudelaire (e, incluso, a Shakespeare).

En consecuencia, no sólo el Borges melancólico de estos versículos paródicos, sino también el narrador dudoso e infeliz de El Aleph o el “doble” cuántico de Borges y yo, entre otros narradores autoficcionales de su obra, caben en esta decisiva tesis de De Man, iluminándose unos a otros como ecos de una misma voz y una misma posición de discurso. La ironía suprema que marca la distancia elocutiva entre el actor plural de una vida fallida como todas y el escritor no menos plural que consigna, desde una remota dimensión verbal, las desdichadas vicisitudes de esa misma vida. Esta es la clave fundamental de Borges y de cualquier auténtico creador literario, como también de cualquier sujeto capaz de entrar en el enrevesado juego de espejos y las múltiples trampas de la lectura.

Así que en ese críptico epitafio de Borges, el más literario de los escritores, se encierra todo el secreto de la literatura. Como la “figura en el tapiz” de Henry James, contiene la compleja verdad de todos sus textos, de su paradójico lugar de dicción y de las secuelas vitales del ejercicio de la ficción, y también, qué duda cabe, de todos los demás volúmenes almacenados en la supernumeraria Biblioteca de Babel. Con un añadido dramático, si se quiere: el objeto de deseo del escritor (y de su escritura) es nombrado e identificado de antemano como imposible. El misterio literario se ha resuelto al fin en una dirección alegórica que escapa a la banalidad referencial en que suelen desenvolverse los razonamientos de tantos borgianos de escaparate.

Descanse en paz Matilde Urbach.


[1] Man With Four Lives, del neoyorquino William Joyce (Joseph) Cowen (1886-1964), narrador, guionista y director de cine, cuyas estrambóticas ocurrencias Borges también podría haber parodiado en algunas de las invenciones referidas en su metaliterario relato Examen de la obra de Herbert Quain.

[2] Publicada en la revista El Hogar (14-10-1938) y recopilada en Textos cautivos: “Todavía más extraño es el argumento de Man with Four Lives (“Hombre de cuatro vidas”) del norteamericano William Joyce Cowen. Un capitán inglés, en la guerra de 1918, mata cuatro veces distintas a un mismo capitán alemán: con el mismo rostro varonil, con el mismo nombre, con el mismo anillo pesado en cuyo sello de oro hay una torre y la cabeza de un unicornio. Al final, el autor deja entrever una explicación, que es hermosa: el alemán es un militar desterrado que proyecta, a fuerza de cavilar, una especie de fantasma corpóreo que guerrea y muere por la patria más de una vez. En la última hoja, el autor absurdamente resuelve que una explicación mágica es inferior a una explicación increíble, y nos propone cuatro hermanos facsimilares, con caras, nombres y unicornios idénticos. Esa profusión de gemelos, esa inverosímil y cobarde tautología, me colma de estupor”.

[3] Como curiosidad, añadiré que Cowen, condecorado héroe de la primera guerra mundial, incurriría en laboriosos despropósitos de similar ingenio erótico en otra novela de ambientación bélica (They Gave Him a Gun), que sería adaptada al cine en 1937 por el asalariado artesano W. S. Van Dyke, con Spencer Tracy como protagonista.

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