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Violencia de género en la escuela: sus efectos en la identidad, en la autoestima y en el proyecto de vida Por Raquel Flores Bernal

“La mujer no nace sino se hace” Simone de Beauvoir

Síntesis: A medida que se resuelven las dificultades de integración de las mujeres en la educación, el problema pasa a ser, no el de «cuántas mujeres estudian, sino el de cuál es la calidad de la educación y cuál el ambiente de estudio». Los obstáculos que encuentran las mujeres en el sistema educativo, más allá de la posibilidad de acceder o no a éste, son: los estereotipos presentes en el material educativo, y la segregación en la orientación vocacional (la cual afecta también a la participación de las mujeres en el progreso científico-tecnológico y en la educación técnica).






Si bien existen escasas diferencias formales en los programas educativos de hombres y de mujeres, los mecanismos de discriminación se relacionan con el contenido sexista de los textos escolares, con los materiales didácticos, y con la relación del profesorado con sus alumnas, lo que constituye un currículo oculto que reproduce roles y concepciones discriminatorias de la mujer.






Sólo un concepto de igualdad construido desde el reconocimiento de la diferencia individual y con independencia del género, permitirá el desarrollo de las potencialidades y la expresión de la riqueza propia de los seres humanos, sin limitaciones derivadas de su sexo.






1. A modo de introducción






Los mecanismos de discriminación más importantes que afectan a las mujeres en el sistema educativo ya no se sitúan en el acceso al sistema, sino en la calidad y en las modalidades de enseñanza, lo que impide una igualdad real de oportunidades entre los sexos.






A medida que se resuelven las dificultades de integración de las mujeres en la educación, el problema que comienza a plantearse es, no el de «cuántas mujeres estudian, sino el de cuál es la calidad de la educación y cuál el ambiente de estudio». Los obstáculos con los que se encuentran las mujeres en el sistema educativo, más allá de la posibilidad de acceder o no a éste, son: los estereotipos presentes en el material educativo, y la segregación en la orientación vocacional (la cual afecta también a la participación femenina en el progreso científico-tecnológico y en la educación técnica).






Si bien existen escasas diferencias formales en los programas educativos de hombres y de mujeres, los mecanismos de discriminación se relacionan con los contenidos sexistas de los textos escolares, con los materiales didácticos, y con la relación del profesorado con sus alumnas, lo que constituye un currículo oculto que reproduce roles y concepciones discriminatorias de la mujer.






Aun cuando las mujeres representan alrededor del 50% del alumnado matriculado en los establecimientos de educación secundaria y superior, «existe una marcada diferenciación en cuanto al tipo de enseñanza por la cual optan hombres y mujeres, observándose en el año 2002 mayor proporción de mujeres en carreras como Psicología, Educación Parvularia, Educación Diferencial y Educación Básica dentro de las pedagogías, y de los hombres en la carrera de Ingeniería Civil».






La consecuente segmentación entre hombres y mujeres afecta no sólo las posibilidades de desarrollo de las propias mujeres, sino también las de la sociedad.






2. Antecedentes teóricos de la violencia de género






La violencia, en un sentido amplio, puede ser entendida como una acción que entraña un «abuso de poder», en el que se transgreden por lo menos uno o dos derechos humanos fundamentales: el derecho a determinar qué hacemos con nuestro cuerpo y qué se hace con él, y el derecho a tomar nuestras propias decisiones y a afrontar las consecuencias de nuestros propios actos, según afirma Garver.






Generalmente, la literatura sobre el tema hace referencia a la violencia ejercida por quien posee un poder legitimado desde una posición de autoridad, siguiendo la definición de Max Weber (1922). Según este autor, el «poder es toda posibilidad de imponer la voluntad propia sobre la de los demás, así como el ejercicio de la influencia». Y agrega que, en los ámbitos político y social, el término más preciso es el de dominación, entendido como la posibilidad de encontrar obediencia frente a un mandato, basándose en la creencia de la legitimidad de la dominación.






Bourdieu señala que la dominación de género consiste en lo que en francés se llama contrainte par corps, o sea, un aprisionamiento efectuado mediante el cuerpo. Respecto a cómo percibimos el mundo, el género sería una especie de «filtro cultural» con el que interpretamos el mundo, y también una especie de armadura con la que constreñimos nuestra vida.






La cultura marca a los seres humanos con el género, y el género marca la percepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo religioso, lo cotidiano. Los géneros femenino y masculino son elementos de construcción social, constantemente afectados por el poder social que impone un tipo de femineidad a través de un determinado sistema sexo/género; como consecuencia, está abierto al cambio, es objeto de interpretación, y sus significados y su jerarquía cambian con el tiempo.






Históricamente, en el desarrollo de las investigaciones vinculadas con el tema de los géneros femenino y masculino se han diferenciado dos grandes posturas teóricas: la construcción social de género y la construcción simbólica de género. La primera tiene relación con el control de los medios de producción, es decir, alude a la condición concreta de las mujeres y de los hombres en la división sexual del trabajo; y, la segunda, lo hace desde la perspectiva de la construcción simbólica. Las diferencias y asimetrías son el resultado de los valores asignados a los géneros en las estructuras simbólicas e ideológicas.






En este sentido, un análisis de género supondrá el estudio del contexto y de las relaciones sociales que se dan entre hombres y mujeres, y de la diversidad de posiciones que ellos/ellas ocuparán concretamente en la sociedad.






En todo momento los fenómenos culturales están insertos en relaciones de poder y de conflicto; además, siempre las formas simbólicas se producen, se transmiten y se reciben en contextos sociales estructurados y con una historia particular.






Un sistema simbólico es el género; este es un elemento de construcción social constantemente afectado por el poder social que impone un tipo de femineidad a través de un determinado sistema sexo/género. Como consecuencia, el género está abierto al cambio y es objeto de interpretación; sus significados y su jerarquía cambian en cada momento de la historia; se convierte en ritual; impone obligaciones y derechos, y constituye cuidadosos procedimientos. Establece marcas, graba recuerdos en las cosas e incluso en los cuerpos; se hace contabilizadora de deudas (Connell, 1998).






Para Bourdieu (1989), cuando dichas definiciones de lo femenino y de lo masculino no son modificables, los efectos de estas construcciones, en nuestra cultura y en la sociedad en general, son los de la violencia simbólica, concepto que abre un espacio para comprender y para problematizar procesos «habituales» en la comunicación y en la interacción interpersonal e institucional, mediante los cuales se demarcan posiciones y relaciones sociales, se establecen maneras aceptadas de pensar, de nombrar, de ver o de no ver, de pensar, de mantener en silencio; en suma, de producir sentidos de realidad y determinados órdenes sociales, en los cuales el orden de género ocupa un lugar central y estructurante del conjunto.






A partir de este concepto, se abre una nueva mirada sobre los procesos educativos que ilumina las relaciones asimétricas, las representaciones cristalizadas y cercenantes de subjetividades, en los en apariencia inocentes o transparentes intercambios lingüísticos típicos de los ambientes escolares, así como en el conjunto de los vehículos de transmisión de saberes y de valores que fundamentan la labor pedagógica.






3. Categorías de la violencia simbólica y violencia de género






El lenguaje no es sólo un instrumento de comunicación o de conocimiento, sino de poder. Las personas buscan ser comprendidas, y también ser obedecidas, creídas, respetadas, distinguidas. La competencia lingüística consiste en el derecho de algunos de utilizar el lenguaje legítimo 1.






El reconocimiento de la legitimidad del lenguaje oficial está inscrito en un conjunto de disposiciones o de habitus. En palabras de Bourdieu, «el habitus es ese principio generador y unificador que retraduce las características intrínsecas y relacionales de una posesión en un estilo de vida unitario, es decir, en un conjunto unitario de elección de personas, de bienes, de prácticas; los habitus son también estructuras estructurantes, esquemas clasificatorios, principios de clasificación, de visión y de división, de gustos diferentes. Producen diversas diferencias, operan distinciones entre lo que es bueno y lo que es malo, entre lo que está bien y lo que está mal, entre lo que es distinguido y lo que es vulgar, etc. Pero lo esencial es que, cuando son percibidas a través de sus categorías sociales de percepción, de sus principios de visión y de división, las diferencias en las prácticas, los bienes poseídos, las opiniones expresadas, se vuelven diferencias simbólicas y constituyen un verdadero lenguaje» 2.






De esta manera, los sujetos tienden a ajustarse por un proceso de familiarización o de inscripción al espacio social en el que habitan (mercado o campo lingüístico). La dominación simbólica se reproduce por medio de un gradual, implícito e imperceptible proceso de inculcación, en el que la escuela tiene un rol central. Para Bourdieu, el ejercicio de la violencia simbólica presupone que aquellos que no poseen la competencia para funcionar de acuerdo con los códigos privilegiados por el lenguaje oficial, reconocen la legitimidad de un lenguaje que ellos no pueden hablar, y, por ejemplo, adoptan algún criterio de evaluación poco favorable hacia su propia práctica cotidiana.






Thompson (1984) retoma a Bourdieu afirmando que, «como hablantes competentes, somos conscientes de las muchas maneras en las que los intercambios lingüísticos pueden expresar relaciones de poder. Somos sensibles a los cambios en el acento, en el vocabulario y en la sintaxis, que reflejan diferentes posiciones en la jerarquía social. Somos conscientes de que los sujetos hablan según diferentes grados de autoridad, que las palabras tienen pesos desiguales, dependiendo de quién las pronuncia y de cómo son dichas. Somos expertos en desarrollar innumerables y ocultas estrategias, mediante las cuales las palabras pueden ser utilizadas como instrumentos de coerción y de restricción, como medios de intimidación y de abuso, como signos de corrección y de formalidad, de condescendencia y de desdén».






En otra línea de pensamiento, la filósofa Hanna Arendt concibe el poder como la interpretación simbólica de la solidaridad de un grupo, como la fuente de la cual se alimentan la legitimación y el reconocimiento de las decisiones colectivas. En su opinión, «el poder corresponde a la capacidad humana no sólo de actuar, sino de hacerlo en concierto. El poder no es nunca propiedad de un individuo, pertenece al grupo, y existe sólo mientras éste no se desintegre». El sentido habilitante y posibilitador que Arendt otorga al concepto de poder, lo vincula con la potencialidad y con el deseo de «poder hacer», diferenciando poder de dominación y de violencia.






Para Foucault (1996), las relaciones de poder tienen una extensión por demás grande en las relaciones humanas; éstas pueden ejercerse entre individuos, dentro de una familia, en una relación pedagógica, en el cuerpo político. No obstante, afirma que el análisis de un campo tan complejo como el de las relaciones de poder se encuentra a veces con lo que podemos denominar «hechos o estados de dominación, en los que las relaciones de poder, en lugar de ser inestables y de permitir a los diferentes participantes una estrategia que las modifique, se encuentran bloqueadas y fijadas».






Su mirada hacia las instituciones como enclaves de disciplinamiento social lo lleva a afirmar que la escuela, destinada a brindar protección y seguridad además de sus objetivos educativos específicos, opera en realidad como «institución de secuestro». Es uno de los productos de la modernidad, cuya finalidad primordial es la de fijar a los individuos a los aparatos de normalización que garantizan determinadas formas de producción y de reproducción de un orden social. Una de sus contribuciones más importantes es la de haber hecho visibles los mecanismos de transformación/creación de los cuerpos, de las mentes o del psiquismo, y la de los pesares de sujetos acordes con los requerimientos del capitalismo. Cómo refinados dispositivos técnico-políticos logran hacer dóciles y útiles a los sujetos para un determinado sistema de producción y de reproducción de la vida social, nos acerca más al concepto de violencia simbólica, y nos conduce sin remedio a Bourdieu, quien establece una estrecha relación entre violencia simbólica y lenguaje.






4. Violencia de género en el sistema educativo






La cultura marca a los seres humanos con el género, y el género marca la percepción de todo lo demás: lo social, lo político, lo religioso, lo cotidiano. Marta Lamas (1995), la autora, retoma las ideas de Bourdieu, que plantea que existe gran dificultad para analizar la lógica del género, ya que se trata de una asociación que ha estado inscrita por milenios en la objetividad de las estructuras sociales y en la subjetividad de las estructuras mentales.






El contexto escolar constituye uno de los espacios que más poderosamente influye en la construcción de la identidad personal de hombres y de mujeres, y de su futuro proyecto de vida. En cada contexto social se construye un conjunto de rasgos de pensamiento, de valoraciones, de afectos, de actitudes y de comportamientos, que se asumen como típicos y como referentes del deber ser y de pertenencia, según se sea hombre o mujer. Estos rasgos que revelan la identidad de las personas, contienen a la vez elementos asociados a los atributos, a los roles, a los espacios de actuación, a los derechos y obligaciones y a las relaciones de género. Se plantean de manera explícita a través del proyecto educativo, de la normativa y de la reglamentación, es decir, parten del discurso de la institución escolar, o, por lo general, son fragmentos del currículo oculto o escondido.






En el campo de las interacciones en la escuela, ésta debe ser vista como una agencia socializadora, compleja y dinámica, en la que conviven en tensión representaciones de género diversas; como un ámbito de lucha, de resistencia y de creación de normativas, de valores y de prácticas legítimas, normales y transgresoras.






Para ello, es necesario reconocer que resulta difícil que pueda operar como un dispositivo de disciplinamiento social basado en la represión explícita y en la inculcación de obediencia a ciertos valores, porque debe apelar mucho más a otros estímulos como la persuasión, y, sobre todo, a la construcción racional del sentido común.






La escuela perfila y legitima ciertos ideales y deseos, instituye criterios de realidad y de verdad, y participa en la formación de las «promesas de felicidad» de la época, con lo cual va conformando una trama de representaciones que persuaden a los/as estudiantes a desear ocupar determinados lugares sociales, y a aceptar un orden social y de género que se presenta como natural, verdadero y racional.






Tampoco se debe concebir a los sujetos como tablas rasas, tal como afirmaban las teorías tradicionales de la socialización de los roles sexuales. Dichos sujetos están atravesados por un repertorio de discursos de género, que, aunque limitado y con desigual poder normativo y prescriptivo, les ofrecen distintas formas de percibirse, de percibir al otro género y de actuar desde diversas posiciones genéricas. De ahí que en cada sujeto, sea masculino o femenino, convivan distintos modelos de género, que, a su vez «ganan» diferentes predominios según los contextos, los vínculos y los momentos de la vida.






También están interpelados/as por discursos de clase, de etnia, de subculturas particulares, etc., que pueden articularse de manera más o menos fragmentaria y dinámica con las representaciones de género. Por ello, es importante entender que las personas construyen su identidad genérica a partir de procesos de acomodación, de supervivencia, de resistencia y de crítica a los modelos vigentes. En otras palabras, se trata de concebir a los sujetos -cualquiera que sea su sexo-, en los dos sentidos de este término: como ligados a condicionantes sociales, pero también activos en su autodefinición y en su determinación3.






Desde la perspectiva de la construcción simbólica, las diferencias y las asimetrías son el resultado de los valores asignados a los géneros en las estructuras simbólicas e ideológicas. Este análisis instituye el género en un sistema de prestigio en sí mismo, en un sistema de discursos y de prácticas que construyen lo femenino y lo masculino en términos diferenciados de categoría y de poder.






En la mayoría de las culturas son las mujeres, y no los varones, quienes deben abandonar sus estudios debido a la pobreza. Unas y otros pueden tener que trabajar, pero los varones lo hacen fuera de sus hogares ampliando sus horizontes, mientras que las mujeres laboran en el hogar, lo que restringe sus experiencias. Al llegar a la adolescencia el varón debe encarar la presión de la sociedad, que espera de él que se convierta en un hombre, en tanto las mujeres pierden en esa misma época la relativa libertad de la que habían disfrutado en la niñez.






Si una niña queda embarazada es expulsada de la escuela. Incluso cuando llega a poder realizar estudios, tiene cerradas las puertas de las especialidades consideradas como masculinas, y sólo puede acceder a tipos de estudios muy devaluados en el mercado de trabajo. La menor escolarización de las mujeres, unida a la falta de preparación profesional y de formación permanente, es uno de los elementos esenciales del fenómeno de feminización de la pobreza que se comprueba por todas partes. Además, las citadas carencias dificultan en muchos casos la salida de las mujeres del mundo doméstico, relegándolas a asumir tareas puramente reproductivas que no permiten su autonomía.






5. Violencia de género en la escuela






El currículo, desde la perspectiva de género, nos permite diferenciar entre el currículo explícito y el currículo oculto o escondido (Stromquist, 1998). El explícito (o formal), hace referencia al documento escrito, que, por lo común, provee a docentes y a directivos del marco teórico orientador de un determinado proyecto educativo, de sus objetivos, de sus contenidos, y, a veces, de sus estrategias educativas. El oculto está constituido por todos los mensajes que se transmiten y se aprenden en la escuela sin que medie una pretensión explícita o intencional, y de cuya transmisión pueden ser conscientes o no los docentes y el alumnado. El currículo oculto está formado, entre otros elementos, por creencias, por mitos, por principios, por normas y por rituales, que, de manera directa o indirecta, establecen modalidades de relación y de comportamiento de acuerdo con una escala de valores determinada.






En el ámbito educativo se deben plantear interrogantes acerca de los modelos, de los valores y de las expectativas de género que se enseñan y que se aprenden a través de la experiencia educativa; acerca de cómo se articulan con otros valores que circulan en las aulas, relacionados con el nivel socioeconómico, con lo étnico, con lo rural, etc. Es necesario debatir sobre la incidencia de este marco cultural para el desarrollo integral, para el rendimiento del estudiantado y para su futuro desempeño social.






De acuerdo con la Teoría de los Roles, toda realidad se construye socialmente sobre la base de las interacciones entre personas que constituyen roles; algunos de ellos se fijan, se estereotipan, ahorrando a los sujetos la tensión y la inestabilidad que produce la incertidumbre.






Cada persona posee un acervo infinito de roles, entre los cuales elige uno de acuerdo con el contexto, con el tipo de relaciones que en dicho contexto se generan. Desde esta perspectiva, en las diversas instituciones uno aprende a ser hombre o mujer, es decir, aprende los roles y las actitudes asociados a los sexos (Stromquist, 1998).






De este modo, la escuela sería un espacio en el cual los individuos aprenden a ser alumnos y alumnas, pero también varones y mujeres, vale decir, que aprenden los comportamientos adecuados por pertenecer a una u otra de estas categorías. Se transmiten en todo momento mensajes a través de las palabras y de los tonos de voz, de los gestos, de las formas de aproximarse a las personas, de las expectativas que se expresan. Diversos autores han puesto en entredicho el mito de la meritocracia, según el cual la escuela acoge con imparcialidad a niños y a niñas, y estimula talentos individuales de acuerdo con las aptitudes, sin consideración de características adscritas, sean éstas de clase o de género (Stanworth, 1981).






La sala de clase es un ámbito en el que niñas y niños dependen de una persona adulta dotada de mucho poder, y que está relacionada de forma directa con el futuro de dichos niños/as a largo plazo, por lo que difícilmente puede evitar participar en los procesos en los que las relaciones normales y las clasificaciones entre los sexos son definidas en todo momento (Stanworth, 1981).






Las investigaciones efectuadas hacen ver que, en la sala de clase, los docentes reproducen de modo activo el sistema jerárquico de divisiones y de clasificaciones de género, que no lo cuestionan sino que lo refuerzan, y ello ocurre a pesar de que en su discurso teórico propician la igualdad entre los sexos (Stanworth, 1981; Dupont, 1980; Gianini Belotti, 1984; Moreno, 1986).






Esta reproducción no opera de manera abierta, dado el discurso igualitario de la escuela, sino en forma invisible e incluso inconsciente, pero eficiente. Se enseñan las mismas materias a niñas y a niños, pero dando a entender que no necesitan adquirir el mismo dominio sobre ellas. A medida que se explica la materia se dan ejemplos que privilegian a uno o a otro género, o bien se trabaja con textos cuyas ilustraciones hacen más referencia a un sexo que a otro (Stanworth, 1981).






Por lo general, los niños reciben mayor atención y más peticiones para que presenten sus tareas y para que salgan a la pizarra a realizar ejercicios. En cuatro establecimientos estudiados los docentes tienden a interactuar más con los niños en términos de discurso instructivo. Sin embargo, dicha tendencia es menos marcada en los establecimientos de nivel socioeconómico alto. Eso se nota con fuerza por cuanto que en aquellos colegios había menos alumnas que alumnos en las clases que observamos (Rossetti, 1994).






Las niñas, a pesar de recibir menor atención de sus profesores, tienen un rendimiento algo superior al de los niños. No obstante, en los docentes predomina la idea de que son estos últimos los que tienen mejor aprovechamiento (Rossetti, 1994). En la investigación que nos ocupa, realizada en Chile, «se preguntó a una profesora de matemáticas de enseñanza media, que se desempeña en un establecimiento del sector popular, por los alumnos que tienen mejor rendimiento; nombró a dos hombres, y sólo destacó a uno de sus alumnos como inteligente». Sin embargo, concluyó que «ganan las mujeres, son superiores». Es decir, primero

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