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¿Cuantos fondos tiene un triángulo irregular?


Dedicado a Tía Negrita, la gran amiga de mi abuela


Cuando era niño íbamos con mi abuela a la casa de una tía abuela, hermana de ella. Ella vivía en una casa emplazada en el medio de un terreno triangular que se había formado entre dos calles y una avenida que pasaba en diagonal. Era la única casa en ese terreno. Se formaba así ese triángulo que era su terreno (irregular porque la avenida pasaba en forma de curva, con lo cual uno de los lados del "triangulo" era curvo). La casa era una hermosa construcción de estilo colonial con tejas rojas con ventanas abovedadas y rejas de hierro forjado, con simpáticos dibujos. Arriba, tenía una hermosa terraza que daba al follaje de los árboles y donde llegaba un precioso sol por las tardes. Creo que la mayoría de esos árboles eran autóctonos, como si hubieran estado ahí por siglos. También había algunos frutales al fondo, o lo que parecía ser el fondo (¿cual sería el fondo de un triángulo irregular cuyo uno de los lados es curvo?). Unas enredaderas rodeaban casi toda la casa y también había plantas en los canteros debajo de las ventanas de las habitaciones que pronto crecían hasta alcanzar el tamaño de un arbusto mediano o tal vez grande. En las paredes externas, en los lugares donde no llegaba la enredadera se alcanzaba a notar el revoque de salpicré. Había geranios en esos canteros, con sus hojas suaves y aterciopeladas por arriba y rugosas por debajo con sus tímidas flores de pequeños pétalos rojos o rosados. Era un lugar en verdad muy bonito, aunque a decir verdad, yo solo lo veo bonito ahora, que pasaron treinta y cinco o cuarenta años. Todos los árboles eran distintos, con diferentes formas de copa, muy grandes todos. Era una en verdad un bosque y el sol entraba a la siesta por entre las enormes ramas, algunas de las cuales llegaban al suelo. El cerco que bordeaba el terreno era de tejido de alambre, de una altura bastante pronunciada, tal vez cuatro o cinco metros, sobre todo del lado que daba a la avenida (el lado curvo). A ese alambrado lo sostenía una pirca, con rejas altas y arriba de eso se había improvisado el tejido de alambre tejido, tipo San Martín, por eso era tan alto. Las plantas y enredaderas, precavidas y ansiosas, también habían tomado posición de toda esa muralla vertical y habían subido hasta la punta de ese alambrado: todo eso tiene que haberse hecho en muchos años. En otro fondo, o en otra esquina del triángulo, cercana a la puerta de ingreso desde una de las calles laterales, estaba el cañaveral. Se erguía al costado de un ligustro enorme e improlijo pero bello que bordeaba el terreno y que hacía las veces de tapia que separaba la propiedad privada de lo público. Era lo único que superaba en altura al vallado vegetal de la cerca colindante que empezaba en la otra esquina. Sobre la cima de ese cañaveral se juntaban, dependiendo de la hora, pero de seguro a la siesta, toda una multitud de pájaros. Se hacían sentir más por el oído que por la vista. Mi tía decía: "Urracas". Lo decía en una forma en verdad asquerosa, como si de su boca en vez de salir la palabra "urraca" saliera la palabra "gusano", o "cucaracha", o "bosta de mono", cualquier cosa espantosa. Como sea, me quedaba claro que para ella se trataba de especie de invasión o de algo que ella, evidentemente, sentía la obligación de combatir y eliminar. Cuando llegábamos con mi abuela e ingresamos por esa puerta al lado del imperfecto ligustro, ella salía y nos recibía con una hondera en la mano hecha con una horquilla de ramas -tomada seguramente de algún árbol del jardín que rodeaba su propiedad- atada con dos tiras de la goma, de esas por las que baja del suero, cuando alguien esta enfermo, me refiero al tubito que canaliza el suero, y que baja, esa era la goma que ese estiraba u formaba la ondera o "gomera" como le decíamos nosotros. Ni hola decía. Instantáneamente dirigía su mirada hacia arriba con gesto de guerra y de un momento a otro, rompía el momento con un disparo con toda su fuerza, con una violencia nunca vista por mi para una mujer de su edad.  El tiro iba hacia arriba, hacia ningún lado pero hacia arriba, hacia cualquier lugar de arriba y al salir la piedra despedida como un misil redondito desde su precaria pero potente arma, un revuelo de pájaros se disipaba momentáneamente en lo alto, aunque solo por dos o tres segundos y luego volvían a su sitio. Yo observaba su comportamiento. me resultaba de lo más llamativo, incluso como saludo. La imagen me producía una extraña clase de sentimiento, una especie de captura visual, como si quedara cautivado por la escena. Ver el anciano cuerpo de mi Tía Negrita (así la llamábamos), vestida con un batón siempre floreado, hasta la rodilla, con su cuerpo flaco y enclenque arqueandose primero hacia atrás y luego hacia arriba, su codo derecho temblequeante bajando lentamente hacia abajo tensando al máximo posible los tientos de su gomera, apuntando hacia arriba, buscando precisión, poniendo su foco en la cima del cañaveral. Todo eso me dejaba boquiabierto, en una extraña clase de somnolencia, en una gozosa mirada mirada, diría. En sí mismo, era un espectáculo privado, único. Una especie de representación teatral unipersonal, dedicada solo para mi (mi abuela ya conocía el paño, así que pasaba directo a la cocina a poner la pava). Su proyecto, el bélico proyecto de Tía Negrita, era imposible, para mi eso estaba más que claro, a mi corta edad, podía darme cuenta de eso. Pero, ¿era ese realmente su proyecto? Repetía el proceso cuatro o cinco veces cada vez que llegábamos y yo lo veía todo. Y cada vez, la misma impavidez. Cuando la piedra salía despedida, una multitud de hojas y ramas la iban frenando en su trayecto de tal modo que llegaba a la cima casi sin fuerza. No obstante, los pájaros -"las viles urracas" para ella- advertían la agresión y hacían su gesto: sobrevolaban un poquito al rededor de donde estaban y volvían a su lugar gritar. Luego la piedra se desplomaba desde allá arriba y caía en la tierra seca: "pac !!". "Puta madre...", decía Tía Negrita -y yo habría los ojos como dos huevos fritos, porque además no era común escuchar putear a los abuelos, y menos a los tíos abuelos- y entonces se avalanzaba velozmente sobre el piso para recoger otra maldita piedra para lanzar a las putas urracas. Yo supongo que ella notaba mi impávida presencia, a cuatro o cinco metros de la escena. ¿Qué hacía? ¿Qué tanto le podían molestar "las urracas"?, decía yo. ¿Es que la enloquecían?, ¿Era que alteraban su siesta? La siesta no era porque a esa hora íbamos con mi abuela a visitarla. Era obvio que no dormía siesta. Pero ¿Y entonces qué era? Al final creo que eran dos cosas: A Tía Negrita no había cosa que le gustara más que charlar a la siesta con su hermana ¿y lo otro? Bueno, la verdad yo no llegué a quererla tanto a mi Tía Negrita porque el tiempo y el destino hicieron lo suyo, pero hoy, en eso que ella hacía (¿cómo nombrarlo?!!), veo algo cercano al amor. 

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